Volviendo a Eva Terol

•octubre 25, 2013 • Deja un comentario

Han pasado casi cuatro meses desde la última vez que me asomé a este pequeño balcón con vistas a mi patio interior, este contenedor exhibicionista de órdenes y desórdenes íntimos,  este pretexto sublime que me invita a expresarme y a reconocerme en mi propia voz. Una vez más.

A veces mi voz desaparece casi por completo y parece que no vaya a regresar nunca.  La presiento frágil y quebradiza y llego a creer que carece de la suficiente firmeza para resistir el paso del temporal externo del momento. Pero no es así.

Mi voz huye y se retira cuando no entiendo lo que estoy viviendo. Cuando reniego de lo que la vida me trae y elijo castigarme no escribiendo. Cuando siento vergüenza, confusión o desconcierto. Cuando mostrarme y mirarme me da mucho miedo. Cuando anhelo ligerezas estivales, carriles trazados, rescates heroicos. Cuando esquivo los descensos, los estados vulnerables, el estancamiento, la parálisis.  Cuando me abandono y me alejo de mi ser, mi voz me abandona. Cuando cierro el corazón, ella, mi voz, se queda dentro. Cuando no me acepto. Cuando no me quiero. Cuando no confío, ella se esconde.

Durante estos últimos cuatro meses he deseado muchas veces volver a este espacio donde me he sentido libre y auténtica. También he pensado en marcharme. Despedirme. Echar el cierre a este blog y mudarme y estrenar uno nuevo.

Muchas veces he deseado escribir sin más, tener algo que decir, respirar esa pulsión clara y rotunda que tantas veces me ha llevado a vivir ese fenómeno de sentirme atravesada por palabras y pensamientos, que toman forma a traves de mí, pero que sólo requieren mi colaboración  a encadenar palabras y pensamientos. Pero no me ha sucedido hasta hoy.

Lo hago esta noche, la última de agosto, después de encontrarme casualmente con un viejo post titulado volviendo a Deva Pavi. Hoy, en cambio, me siento volviendo a Eva Terol.

Somos muchas las que compartimos habitación en este patio. Las que viven sus vidas lejos de este blog. Pero hoy mi voz quiere cobijarlas a todas bajo estas flores rosa que adornan la cabecera de este sitio. NO quiero dejar a ninguna fuera.

Quiero hacer las paces con todas las que he sido antes de embarcarme en la aventura de descubrirme y reconocerme. Todas las que existieron antes de Deva Pavi. Las que buscaron fuera de mí.  Todas las que están lejos de la vía más profunda y mística. Necesito hacer sitio a la más superficial y frívola de mis versiones. A la que de vez en cuando le gusta trasnochar y divertirse en jaleos y desaguisados varios. La que siente debilidad por las fiestas de su pueblo y si puede no se las pierde. La que no quiere renunciar al placer de los sentidos, a la buena mesa y el buen vino.  La que desea, desea y desea. La que sueña. La que pospone. La que necesita aún mucho tiempo para saciarse del mundo. La que no quiere retirarse a lo alto de la colina.

Las echo de menos.

Mudanza

•junio 21, 2012 • Deja un comentario

Hola a tod@s,

Me estoy traslandando a un nuevo blog!

A partir de ahora estaré en  La Mirada Encendida evaterol@wordpress.com

Gracias a tod@s por leerme, seguirme y animarme tantas veces a escribir!

Un abrazo de corazón,

Eva

«Ocúpate del reino del corazón, lo demás te llegará»

•enero 17, 2012 • Deja un comentario

Entrevista a Claudio Naranjo, médico y doctor en Educación

Por Víctor-M. Amela en la Contra de la Vanguardia. Foto: Alex García

Es un señor plácido de cándidas barbas y verbo cálido que ha dedicado su vida a estudiar la anatomía de la psique. Eso lo llevó a ser el pionero de la integración psicoespiritual mediante el Instituto SAT, que aplica el eneagrama para profundizar en el autoconocimiento de la personalidad. Lo que, a su vez, le ha llevado a promover una educación transformadora desde la Fundación Claudio Naranjo (fundacionclaudionaranjo.com), con propuestas convergentes con las que formula el filósofo y profesor José Antonio Marina. También publica libros como El eneagrama de la sociedad.Males del mundo, males del alma (La Llave) y da charlas (como este jueves en Granollers: http://www.espaipertu.com).

Tengo 79 años. Nací en Valparaíso (Chile) y vivo viajando. Soy psiquiatra. Estoy viudo y tuve un hijo que falleció. Ojalá los políticos hubiesen sido educados amorosamente. No creo en la competencia entre religiones. Soy divulgador del eneagrama, un mapa de la personalidad.

¿Qué es el eneagrama?

Una herramienta de autoconocimiento, la más completa.

¿En qué consiste?

Es un mapa de las nueve pasiones que conforman tu personalidad: te ayuda a conocerlas, y así identificar cuál de ellas te domina.

¿Cuáles son esas nueve pasiones?

Ira, orgullo, vanidad, envidia, avaricia, cobardía, gula, lujuria y pereza.

Suenan a los pecados capitales.

Los griegos ya enumeraron casi todas esas pasiones, llamadas luego pecados por el cristianismo, y que son a su vez los nueve eneatipos del eneagrama.

¿Y una de esas pasiones me domina?

Siempre hay una dominante sobre las demás: identifica cuál es la tuya, y así podrás trabajarte para equilibrarla con las demás.

¿Con qué fin?

Dejar de actuar reactivamente, con automatismos, como una máquina: ante cada situación serás capaz de actuar con conciencia.

¿Cuál es su pasión dominante?

La avaricia.

¿Sí?

He temido siempre quedarme sin nada: temeroso de la precariedad de mis recursos, me ha costado invertir en mis capacidades, he desconfiado de mí… Y eso me ha dejado en el filo del vivir, una vida por vivir.

¿No ha podido dominar esa avaricia?

Ya sí, pero ha sido difícil. Ya lo dijo Churchill: «El hombre se tropieza con la verdad…, pero se levanta y sigue su camino».

¿De dónde proviene el eneagrama?

De un esoterismo cristiano de Asia Central, que divulgó por Europa una especie de Sócrates ruso de principios del siglo XX, Gurdjieff. Y de él lo aprendió Óscar Ichazo, que me lo enseñó en el desierto de Arica.

¿Cómo fue usted a parar al desierto?

Era 1970, y yo pasaba el peor momento de mi vida… Y me retiré durante seis meses.

¿Qué le había sucedido?

Mi segunda esposa tuvo un accidente de automóvil y murió mi hijo de once años.

Sobreponerse debió de ser duro…

Yo tenía 37 años y me tendía en su camita y pasaba horas y horas llorando. Un día entendí que era llanto por lo que no había podido quererle. Sentí su presencia y dejé de llorar.

¿Y qué aprendió en el desierto?

Yo era médico psiquiatra. Vi que la medicina farmacológica abordaba síntomas, pero no la raíz del problema del paciente: la dejé para ejercer como psicoterapeuta.

¿Es muy malo que mande una pasión?

Lo malo es que en ese caso tu vida será más pequeña, automatizada, dilapidarás energías…, pudiendo vivir más plenamente.

¿Qué automatismo le hizo ser médico?

A los seis años vi la luna llena y le pregunté a mi madre qué era eso. Me dijo que era un cuerpo celeste, como lo eran las estrellas, los planetas…, y me habló de la gravedad… y experimenté un intenso placer ante ese vislumbre de conocimiento… Y ya busqué repetir ese gozo, y eso me llevó a la ciencia.

Pero luego dejó la ciencia.

Cuando sentí que la filosofía y la psicología afrontaban mejor el dolor de la infelicidad.

¿Cuál ha sido su momento más feliz?

A los 20 años tuve una relación erótica con una conocida de 40 años, y sentí tanta alegría… ¡El mundo era bello! Sentí la alegría normal del vivir, y ahí fui consciente de que yo no había estado vivo hasta entonces.

¿Ha llegado a conocerse perfectamente a sí mismo?

En el centro de la cebolla, si vas quitando capas y capas, no hay semilla, ¡no hay nada!

¿Qué significa esto?

Que lo único que hay son los demás. Antes yo me recluía en mi torre de marfil, pero hoy veo los problemas del mundo…

¿Cuáles son?

Todos derivan de una estructura patriarcal profunda, de modo que todos se diluirían si educásemos a los niños de otra manera.

¿Cómo, exactamente?

Integrando intelecto, cuerpo, emociones y espíritu, para ser más amorosos, más libres: más sabios. Pero para eso es decisivo primero que eduquemos a los educadores.

¿Tenemos una educación no amorosa?

Demasiado intelectual, institucional, individualista, patriarcal y poco humanística. Nuestra sociedad sigue siendo machista y depredadora. Ya decía Cicerón: «Cada senador es sabio…, pero el Senado es un idiota».

¿Solución?

Integrar intelecto, amor e instinto, nuestros tres cerebros. Abrazarlos a los tres de verdad: por ahora, el intelecto ha eclipsado el amor y ha demonizado el instinto.

¿Debo dejarme llevar por mi instinto?

Si te arrastra, no eres libre: se trata de aliarte con tu instinto.

¿Qué pasión domina hoy al mundo?

La vanidad. Se expresa en la pulsión por el éxito económico, la supremacía tecnológica, la confusión entre valor y precio…

¿Hacia dónde se encamina el mundo?

Muchos son los llamados…, pero muchos son también los sordos. Hay una pulsión de transformación cierta, pero pasa por encender la luz y ver en tu propia oscuridad.

Y si lograse encenderla, ¿qué veré?

Sabrás que todo es pulsátil, que todo late… Si buscas el yo, acabarás topándote con la ausencia de yo: lo transformador es sentir el ser. Si eso sucede, tendrás días peores o mejores…, pero recordarás el sabor del ser.

¿Un consejo definitivo?

Ocúpate del reino del corazón, y el resto te llegará por añadidura.

«Celebra cada momento»

•enero 4, 2012 • 1 comentario

Entrevista a Lou Marinoff, doctor en Filosofía de la Ciencia

Por Ima Sanchís en La Contra de la Vanguardia. Foto: Marc Arias

Cuando se le acabaron las becas y el dinero, el joven Marinoff no tuvo más remedio que refugiarse en una cabaña en el bosque. Ahora vive en una cabaña muuuucho más grande, de la que sale para impartir sus clases y aconsejar a líderes mundiales, presidentes de compañías que figuran en el ranking de Fortune 500 y premios Nobel. Su compañía es apreciada, y no me extraña, este solitario tiene don de gentes y regala simpatía. Quizá hayan influido sus 11 años de formación taoísta con el gran maestro Sing Ming Li. Si uno está en armonía con el mundo, dice, es imposible ser infeliz. Publica El poder del Tao (Ediciones B), el camino que Lao Tse dibujó hace más de 2.500 años para vivir sereno y feliz.

Tengo 60 años. Soltero, un hijo. Nací en Canadá y vivo en el bosque, a una hora de Nueva York, donde soy profesor y catedrático de Filosofía en el City Collage. Aconsejo a líderes mundiales. Nos gobierna la economía, no la política. Hay algo más en nosotros aparte de carne.

Bonita corbata…

Gracias, la llevo para recordar el camino del Tao.

… Muchos yin-yang pequeñitos.

Es el centro de la filosofía taoísta. En Occidente dividimos todo lo conocido en opuestos: día y noche, bueno y malo… Para los chinos todo está en equilibrio: la oscuridad contiene la claridad y viceversa. Es un concepto importante, tiene implicaciones en todos los campos.

Sorpréndame.

En toda pérdida (amor, trabajo, posesiones) hay algo de ganancia. Hay que conectar con esa parte beneficiosa de las situaciones negativas. La adversidad es una prueba de la fortaleza del carácter. Superar las adversidades te hace más fuerte y más sabio.

Las enseñanzas de Lao Tse (siglo VI a.C.) ¿todavía son válidas?

Más que nunca. El Tao se fundamenta en tres ideas filosóficas valiosas. La primera es la complementariedad: todas las cosas forman parte de un todo, cualquier acto que se acometa tendrá repercusiones.

Pero estamos condenados a actuar.

Sí, y debido a la sociedad, las costumbres, las leyes…, la senda de la acción es muy confusa, el Tao propone fluir, y hay un ejemplo muy llamativo en Holanda, donde han descubierto cómo reducir accidentes y atascos.

¿…?

La solución al caos de la convivencia de coches, peatones, bicicletas y tranvías se llama espacio compartido. Han eliminado todas las señales de tráfico, pasos de peatones e intersecciones controladas. ¡Y funciona! Librarse de todas esas sendas definidas en exceso permite que todo fluya.Y tiene que ver con la segunda gran lección: la armonía.

Todos la buscamos.

Se alcanza equilibrando la diversidad, no imponiendo una uniformidad. Nacemos como un bloque intacto, luego la vida te va tallando y haciendo que adoptes formas extrañas. Para Lao Tse se trata de volver a ser ese bloque intacto, es decir, que las fuerzas exteriores no te modifiquen. Y no es una teoría, es una práctica.

¿Y en qué consiste?

Regular la respiración, apagar la mente. Si dependes de la mente, del ego, tu estado será como el tiempo: variable, ahora estoy triste, ahora contento.

Pero la vida es cambio continuo.

Sí, esa es la tercera lección. Los taoístas fueron los primeros en darse cuenta de que los cambios son legítimos, no accidentales. Hay que volverse flexible. La mayoría de la gente es rígida, y eso es causa de infelicidad. Uno cree que el mundo tiene que ser de cierta manera y cuando el mundo no encaja en esa idea no sabes cómo afrontarlo.

¿Qué palabras del I Ching han influido más en su vida?

«No aventurarse a adelantarse al mundo», saber decidir cuándo actuar y cuándo no actuar. A veces has de saber retirarte a tu interior, y eso implica modestia y humildad. Cuando terminé la carrera y me quedé sin becas y sin dinero me retiré a una cabaña en el bosque. Prácticamente me autoabastecía: pescaba, cultivaba…

¿Fue feliz?

Fueron los dos mejores años de mi vida. Escribí la tesis y una novela. Diez años después me invitan a Davos para hablar con los líderes mundiales. De ser invisible he pasado a la montaña mágica.

¿Cómo saber cuándo actuar y cuándo no?

Haz bien lo que haces y la gente te descubrirá e irá en tu búsqueda. Y eso te convertirá en una persona más feliz. No hay que forzarse a estar en el mundo, no hay que ir contra el Tao.

¡Pero si el Tao es indefinible!

Cierto, es un camino en el que cada uno es su propio barómetro: si estás infeliz o insatisfecho, estás yendo en contra del Tao. Una de las claves de la serenidad taoísta es la capacidad de entrar en contacto con nuestro complemento interior. El yang es creativo, asertivo y racional. El yin es receptivo, flexible, amable e intuitivo.

Lo femenino y lo masculino.

Si en una relación hombre y mujer descuidan sus complementos interiores, corren el riesgo de convertirse en polos uno de otro.

«Lo débil puede vencer a lo fuerte y lo blando a lo duro».

Es una de las mejores enseñanzas. Lao Tse nos invita a ir por la vía blanda, es más poderosa. El agua, yin, fluye, no tiene una forma definida, pero pulveriza las rocas. Los labios son los que protegen los dientes.

¿Cuáles son los tres venenos del Tao?

La ira, la envidia y la avaricia, porque impiden la felicidad. La ira convertida en acción se multiplica. Pero si cuando estás enfadado te detienes, desactivas la ira.

No hay nada como tomar perspectiva.

Le preguntaré lo mismo que a mis alumnos: «¿Cuál es la causa principal de la muerte?».

El nacimiento.

Exacto, todo lo que nace muere, sólo es cuestión de tiempo. La vida es un maravilloso regalo temporal, y cuando recibimos un regalo debemos ser agradecidos. Y puesto que todo regalo de vida viene con fecha de caducidad, cada momento es valioso.

Sí, hay que celebrarlo.

Mientras considere que hay que celebrar la vida cultivará el bienestar. El problema surge cuando lo que tienes lo das por hecho, entonces dejas de valorarlo y de agradecerlo y el bienestar se diluye.

«Abrir tu corazón es detener el esfuerzo de cerrarlo»

•diciembre 21, 2011 • Deja un comentario

Entrevista a Toni Robertson, Gangaji. Maestra espiritual

Por Ima Sanchís en la Contra de la Vanguardia. Foto: Kim Manresa.

Se ha pasado media vida buscando la plenitud y dedica lo que le queda a divulgar un mensaje a través de su fundación y de sus libros: continuamente buscamos la satisfacción fuera de nosotros. Pero, paradójicamente, si nos detuviéramos, nos daríamos cuenta de que la tenemos y que viene de dentro de nosotros. Tens un diamant a la butxaca (Viena Edicions) profundiza en ese hallazgo que no requiere fórmulas: «No estoy en contra de la meditación y la práctica. Estoy en contra de separar la práctica meditativa de la vida. Todo el mundo trata de hacer algo para despertar: emprende retiros, prácticas… Para despertar no has de hacer nada porque tú no estás separado de lo que está despierto, eres eso».

69 años. Nací en Texas. Casada dos veces, tengo una hija y cuatro nietos. Estoy licenciada en Literatura Inglesa, pero viajo por el mundo hablando con la gente. La libertad política te permite indagar libertades más profundas. Todos estamos conectados a través de la conciencia.

Era una niña bien con padres alcohólicos. Eso me producía tristeza y vergüenza.

Entiendo.

En ese contexto, a los seis años, tuve una experiencia que hoy sé que era de naturaleza espiritual, pero entonces me asusté mucho.

¿Qué le pasó?

Sentí que mi cuerpo desaparecía, corrí a contárselo a mi madre y me enviaron a un psiquiatra que me dio ansiolíticos. A los 20 años empecé a meditar y en aquel espacio controlado, cuando tenía esa sensación, no me asustaba, así que dejé las pastillas.

¿Qué andaba usted buscando?

Una vida convencional, una familia feliz. Yo sólo quería ser normal.

¿Lo consiguió?

Sí, me casé a los 23 años con un hombre maravilloso y tuvimos una hija. Era médico, un padre excelente y un buen amigo. Pero yo no era feliz. Me costó mucho hacerme responsable de mi felicidad.

¿Abandonó a su marido?

Sí, creía que tenía que haber algo más en la vida que un marido perfecto, el trabajo adecuado, posición social y una hermosa niña.

Ambiciosa.

En los años setenta me fui a San Francisco. Tuve muchos amantes y lo pasé bien. Pero seguía sintiéndome vacía. Empecé mi búsqueda espiritual e hice distintas terapias.

Proliferaban entonces los gurús.

Me senté frente a todos, pero la infelicidad persistía. Entre tanto conocí a mi actual marido, estudié acupuntura y monté una consulta que tuvo mucho éxito, pero seguía sintiendo que algo me faltaba. Nos mudamos a Hawái en busca de una vida sencilla.

Pero ¿qué le pasaba?

Por mucho que la buscara, no hallaba la paz.Nunca me había atraído el camino hindú, pero acabé en la India a los 48 años. Rogué por un maestro y encontré a Papaji. Enseguida supe que estaba en el lugar correcto.

¿Qué luz le encendió?

Me enseñó a parar de buscar. Yo siempre busqué respuestas fuera de mí. Comprendí que mi actividad mental giraba en torno a la búsqueda constante de un punto de referencia de quién y cómo era yo. Pero a medida que la actividad mental comenzó a disiparse, lo que quedaba era paz profunda.

¿Una paz que no era hija de ninguna estrategia?

Exacto. Yo intentaba escapar de una infancia desdichada, ese era el nombre que yo le daba al vacío que todos sufrimos. Hoy mi mente puede estar agitada, puedo estar triste o enfadada, pero sé que debajo está la plenitud del ser, y siempre estuvo ahí pero no le prestaba atención. Prestaba atención a las cosas que iban mal.

¿Dejó de buscar dentro y fuera?

Sí. Cuando paras de buscar, sea en el camino espiritual o en el material, te das cuenta de que lo que estás buscando ya está en ti. La detención de los pensamientos no es una práctica, simplemente es la oportunidad de ver que existe la opción de no seguirlos.

¿Y?

Cualquier cosa que pienses de ti mismo, simplemente detén ese pensamiento. Debajo de ese pensamiento hay una emoción. Si es un pensamiento negativo, la emoción es dolor. No importa, experimenta esa emoción. En ese estar dispuesto a no luchar contra ese dolor se descubre algo.

¿De qué tipo?

La tendencia es escapar, pero si te mantienes ahí, te abres, acabas descubriendo tu naturaleza, que es plenitud. Es duro, pero es muy simple y tiene que ver con reconocer la resistencia, porque resistiéndonos al dolor le añadimos sufrimiento.

El cotidiano ya es bastante duro como para añadirle un buceo en el dolor.

Si eres fiel a la verdad, puedes soportar cualquier cosa. Para mí decirme la verdad fue decirme «soy infeliz». Durante 50 años me resistí, creí que un buen marido, una buena carrera, una familia… me darían la felicidad.

¿No se la dieron?

Sí, pero hay una felicidad más profunda que no depende del exterior. Yo tuve que dejar de decirme a mí misma qué es lo que me hacía infeliz para descubrirla.

Tú te dices «estoy vacío y triste», ¿y sigues con tu vida?

No se trata de lo que te dices a ti mismo, sino de estar dispuesto por un momento a dejar de decirte cosas sobre ti mismo y descubrir qué es lo que hay que no necesita definición. Decimos cosas sobre cosas para controlarlas. Lo que yo propongo es abrir la mente dispuesto a descubrir lo que hay.

¿Es una actitud?

Sí, estar dispuesto es una actitud de inocencia adulta: ¿qué quiero realmente?… Yo te propongo un minuto al día de parar de luchar, de pretender alcanzar algo, de esconderte, y de una manera natural se da el descubrimiento, no lleva tiempo porque ya está aquí, en tu naturaleza, en tu interior, si estás dispuesta a no culpar a nadie más, ni siquiera a ti misma.

Lo complicado de lo sencillo.

No es que la gente no vaya a traicionarte. No es que no vayan a romperte el corazón una y otra vez. Abrirse a lo que está presente puede ser desgarrador. Pero deja que se te rompa el corazón porque, cuando así ocurre, el corazón sólo revela un núcleo de amor irrompible.

¿Qué entiende por abrir el corazón?

Abrir tu corazón significa detener el esfuerzo de cerrarlo.

«Llevo nueve años sin comer alimento sólido alguno»

•diciembre 17, 2011 • Deja un comentario

Entrevista a Oberom Silva, yogui que practica el ayuno total

Por Victor-M. Amela. en la Contra de la Vanguardia. Foto: Marc Arias.

Tengo 26 años. Soy brasileño y vivo en Brasil. Soy profesor de yoga. Vivo en pareja. No tengo hijos. Soy libertario: no veo soluciones en la política. Hay una inteligencia cósmica. Si uno trabaja su conciencia, puede lograr vivir del prana, energía sutil en que estamos inmersos.

Me han dicho que usted no come.

No me gustaría centrar la charla en eso.

¿Es un yogui?

Practico yoga desde niño. Me enseñaron mis padres: siendo veinteañeros dejaron la ciudad para vivir en el campo y cultivar sus propios alimentos. Y allí nacimos sus diez hijos.

¡Diez!

Decidieron dejar a la naturaleza seguir su curso… Sin anticonceptivos. ¡Y sin televisor!

¿Qué les llevó al campo?

Las ansias de vivir con conciencia y fieles a la naturaleza. Se hicieron vegetarianos, y así nos criaron.

¿Nunca ha comido carne?

No. En casa somos veganos: ni comemos ni usamos nada de origen animal, nada que provenga de algún sufrimiento animal.

Por ejemplo…

No montamos caballos ni usamos animales para labrar. Ni usamos cosméticos que hayan sido testados con animales.

Pues sepa que el ser humano es omnívoro y que hemos comido mucha carne.

Muy poquita mientras fuimos nómadas cazadores- recolectores. Y justamente desde que somos sedentarios y ganaderos empezaron los problemas de territorialidad, las guerras… ¡Comer carne trae desgracias!

¿Cuántas más?

Dedicar enormes extensiones agrarias a cultivar pienso para ganado: ¡miles de personas podrían comer con esos vegetales!

¿Algún otro perjuicio de la carne?

Medioambiental: la ganadería contamina tierras, aguas y aires, cada vaca expele 500 litros de metano a la atmósfera con sus ventosidades, ¡y es un gas muy venenoso!

Así, creció usted como yogui vegano…

Sí, fue así hasta hace nueve años. En ese momento empezaron a llamarnos locos…

¿Locos? ¿Por qué?

Mi madre empezó a seguir los ejemplos de Teresa Neumannn, de Paramahansa Yogananda, de Jasmuheen, de Giri Bala…

¿Quiénes son esas personas?

Personas cuya toma de conciencia les dota de tal dominio de su metabolismo, que pueden prescindir de ingerir alimentos sólidos.

Repita esto: no sé si le he entendido…

Que son personas que no comen nada. Mi madre siguió el preceptivo retiro iniciático, que incluye ayunar 21 días seguidos.

¿Y cómo quedó su imprudente madre?

Muy contenta, feliz, serena.

Eso es imposible: si no comes, mueres.

Mediante un cambio de tus estructuras de conciencia, puedes conseguir un cambio de tu memoria celular.

Eso es palabrería, lo lamento.

Yo llevo nueve años sin comer alimento sólido alguno. Sólo me tomo cuatro zumos de frutas por semana.

No me lo creo: no le veo nada famélico.

Entiendo que no me crea, porque esto es algo muy raro. Pero que yo no coma alimentos sólidos… no significa que no me nutra.

¿Y de qué se nutre? ¿De esos zumitos?

De prana: es la energía sutil en que estamos inmersos, está en todas partes, en los átomos… Una meditación activa, un estado de conciencia atento, presente, observante, ¡permite captarla y nutrirse de esa energía!

Yo no jugaré con mi salud ni moriré de inanición: ¡su discurso es insostenible!

Hablo para buscadores de paz interior, no de hacer un ayuno ni de adelgazar, ¿eh?

Seguro que adelgazas si no comes, ¡pero también entras en coma y mueres!

Tras los primeros 21 días yo perdí seis kilos, pero a los tres meses de nutrirme de prana ya había ganado siete kilos.

Déjese de locuras: tome esta aceituna.

¡No! El otro día estaba trabajando en el campo con unos campesinos y me ofrecieron unos buñuelos de batata y mañoca: tuve que aceptarlos para no desairar su hospitalidad.

¿Estaban sabrosos?

Mucho, mucho…

¿Lo ve, qué bien? ¿Qué dice la ciencia?

Algunos médicos están investigando a personas como Hira Ratam Manek, que llevan años sin comer, o a Pralad Jani, de 80 años, que no come nada desde los 10 años.

¿Y qué pasa con sus intestinos, eh?

Se atrofian algunas funciones de absorción y las excretoras, pero siguen secretando sustancias hormonales reguladoras.

¿Hace usted proselitismo de esto?

No. Sólo hablo de búsqueda de autoconocimiento. Enfatizo en esto: no se trata ni de engordar el ego ni de adelgazar el cuerpo, ni de sanar enfermedades ni de un ayuno.

¿Y conoce a muchos buscadores?

Unas 500 personas lo han practicado en Brasil, bajo mi asistencia y la de mi familia. ¡No aconsejo hacerlo solo! El 10% desiste a los pocos días, y el resto sigue hasta los 21 días. Pero sólo un 5% persevera después.

¿Nadie les ha denunciado por esto?

Evelyn, una lectora de la obra de Jasmuheen, salió en televisión diciendo que vivía de luz, y otra mujer quiso imitarla… y murió. Su esposo denunció a Evelyn por incitación al suicidio. No sé cómo va el proceso…

Serán vistos como secta peligrosa…

Yo sólo formo parte de un grupo de personas cuyo propósito es acceder a un estado de conciencia de felicidad constante.

Si un día tiene un hijo, ¿qué le dirá?

No le diré que no coma, sólo que sea feliz.

Yo me siento feliz mientras comparto con amigos una buena comida y un vino.

Pues yo confío en que un día nos baste con compartir arte en vez de comida.

Regreso (XIII) En el Valle del Silencio

•diciembre 12, 2011 • 1 comentario

Le hice caso a Tomás el templario y decidí viajar a aquel lugar recóndito y solitario en el corazón espiritual del Bierzo. Apenas conseguí reunir algo de información sobre mi destino, pero poco me importaba. Me bastaba con el poder evocador de su nombre. Me sonaban a bálsamo aquellas tres palabras. A deleite sublime. A descanso profundo. A mini vacaciones de lujo antes de volver al trabajo.

Allí podría despedirme con gratitud de mi aventura en el Camino y hacer la transición hacia el nuevo momento de forma sosegada y tranquila. Allí tendría tiempo para meditar y escribir, para poner en orden las experiencias vividas y sellar dentro de mí las lecciones y los descubrimientos.

Lo que me esperaba, a 25 kilómetros de Ponferrada, era ciertamente un reino casi secreto de soledad y silencio, de naturaleza intocada y belleza absoluta. Un laberinto de valles donde existió uno de los focos más importantes del movimiento ascético español, donde monjes anacoretas, muchos de ellos huidos del Califato de Córdoba, habitaron cuevas, levantaron monasterios y durante siglos disfrutaron de su jardín del Edén particular, protegidos y apartados del mundo por la barrera natural de los montes Aquilianos.

Con el otoño asomándose entre los castaños, llenando de luces tibias el bosque, llegué a Peñalba de Santiago un mediodía de octubre. Me costó varias horas subir, con la mochila a cuestas, la carretera estrecha y sinuosa que remonta el río Oza, que da su nombre a la comarca de la Valdueza. Pero valió la pena el esfuerzo, no sólo por los paisajes limpios y deliciosos que encontré a  mi paso, sino sobretodo por el silencio: el imponente y profundo silencio que reinaba por todas partes, apenas tamizado por el murmullo del viento y el agua, el canto de algún pájaro o el vuelo de algún nido de castañas precipitándose hacia un suelo mullido de hojas.

En mi ascención, crucé varios pueblos tranquilos donde la vida parecía haberse detenido. Pero nada comparado con la regresión a un pasado lejano que experimenté al llegar a Peñalba. Al cobijo de una naturaleza agreste y altiva, un racimo de casas que parecían salidas de un cuento, de un día nevado de invierno, con sus tejados de pizarra negra y sus bellos corredores de madera, se arremolinaban entorno a una pequeña iglesia.

Estaba en Santiago, pero no de Compostela, sino de Peñalba. Iba a poner punto final a mi Camino no en una catedral que se erigió para proclamar el poder y la supremacía de la Iglesia Católica, sino en una iglesia pequeña, humilde y maravillosa. Una joya del arte mozárabe construida hace más de mil años por una comunidad de frailes ermitaños.

Me maravillaba contemplar dónde me habían llevado mis pasos. Mientras escudriñaba aquella construcción más mora que cristiana y su singular y exquisita puerta, con sus dos arcos gemelos apoyados sobre tres columnas de mármol blanco, un regocijo interior empañó mis ojos.

Aquella iglesia diminuta y elegante como pocas sería mi refugio al día siguiente, cuando hordas de turistas inclementes tomaron el pueblo y le arrebataron su encanto y su silencio. Pero por suerte, dentro de aquella mezquita de Córdoba en miniatura, aún había algo de espacio para el recogimiento. Mientras contemplabla las pinturas murales rescatadas por un trabajo de restauración reciente, no tardé en imaginarme a aquellos místicos del siglo X haciendo work as meditation. Les veía entregados a levantar y decorar el templo, a recrear con esmero y delicadeza sus creencias y su visión del mundo, poniendo el alma en cada movimiento. Sentada en la penumbra de un banco, sentí que en aquel lugar de oración, las fronteras entre lo musulmán, lo judío y lo cristiano jamás existieron. La religiosidad que se respiraba allí era anterior a todo eso.

Decidí quedarme una noche más y darme más tiempo para seguir explorando la zona y sobretodo, para impregnarme y nutrirme con la paz y la serenidad que desprendía aquel universo arcaico y evocador. Esa misma tarde me acerqué hasta la cueva de San Genadio, el principal impulsor de la vida monástica en el valle, con la intención de meditar y escribir un rato. En la oquedad natural donde él solía retirarse durante largos períodos de tiempo, hoy algunos devotos han improvisado una pequeña ermita con un altar y una imagen suya, pero lamentablemente pocos son los que entran en ella con respeto y en silencio.

El gran regalo de aquella tarde no fue tanto la cueva, sino el paseo que conduce a ella desde Peñalba. Dos kilómetros entre arroyos de aguas cristalinas y rumorosas, chopos, nogales y castaños majestuosos y centenarios, campos de labor y precipicios algo temerarios. Apenas un anticipo de lo que me esperaba al día siguiente, cuando me dirigí hacia el monasterio de San Pedro de Montes por la Tebaida Berciana, la senda circular que enlaza los principales cenobios que existieron en la zona.

Fueron tres horas lentas y poéticas deslizándome a través de una naturaleza fascinante y prodigiosa, inspiradora, sugerente y balsámica. Cada rincón era una invitación abierta a detenerse y sentir, a cerrar los ojos de la mente y abrir los del corazón, a percibir el hilo invisible que nos une a la miríada de formas a través de las cuales la conciencia se manifiesta.

Mientras seguía la huella de aquella colonia de eremitas, me dejé caer en el regazo de la Madre Tierra. Bebía de su cuerpo rebosante de vida y a cada paso que daba más intimaba con ella, más me conmovía y más me abrumaba su generosidad y belleza. Pensé en los monjes y en la energía tan elevada y sublime que con su presencia, sus plegarias y meditaciones habían anclado entre los pliegues de aquella senda. Ellos eran los verdaderos artífices de aquel santuario al aire libre. Mil años después, sus pisadas seguían vivas y lo que transmitían era una profunda reverencia ante la vida.

Así llegué a Montes de Valdueza y lo que vieron mis ojos embelesados y mi corazón agradecido aún me llena de asombro. Si la estampa de Santiago de Peñalba se detuvo en un día lejano de un pasado remoto, Montes se había fosilizado en plena Edad Media y así, primitiva y pura, se ofrecía al visitante, con su entramado de casas que conservan intactos los signos de identidad de la arquitectura de esa sierra, su deshabitada soledad y su dormido silencio.

Igual de olvidado en el tiempo, el monasterio de San Pedro exhibía en la desnudez de sus ruinas los vestigios de un esplendor y un poderío innegables. La que fue una de las mayores abadías benedictinas del Bierzo, nacida en el siglo VII y renacida con San Genadio en el X,  resultó mortalmente herida tras la desamortización de Mendizábal. Hoy, mientras sus más de 4.000 metros cuadrados de recinto continuan a la espera de un Plan Director, sus piedras siguen susurrando las historias de aquellos hombres solitarios, que buscaron a Dios en el asilamiento de aquel hermoso valle y cuya fama de sabiduría y justicia atrajo hacia la comarca todo tipo de privilegios de reyes y nobles.

Pensé que, tal vez, yo fui alguno de ellos. Sigo, de hecho, enamorada de la soledad y el silencio, de la búsqueda de la divinidad dentro de mí, del cultivo de esa espacio íntimo desde el que es posible fundirse con el alma. Ser solamente alma.

De pronto, empecé a ilusionarme con la idea de volver a casa. Reocupar mi apartamento. Encerrarme dentro de él, como en una cueva, para escribir y pasar el invierno. Empezar a vivir reconociendo abiertamente mi vertiente ermitaña, mi naturaleza buscadora, mi necesidad de un tiempo diario para conectar con mi corazón y emanar desde su centro.

Estaba lista para regresar y hacer que el Camino, como el satsang, nunca terminara.

Regreso (XII) Despedidas

•diciembre 5, 2011 • 3 comentarios

Dicen que el Camino a Santiago se divide en tres grandes etapas. La primera, desde Saint Jean Pied de Port hasta Burgos, pone a prueba el cuerpo físico. La segunda, a través de la meseta, representa el gran reto de la mente y termina en Astorga, a las puertas del Bierzo leonés. Allí comienza la tercera y última progresión, que se corresponde con el desafío espiritual.

Tres días después de mis conversaciones en la catedral, continuaba empapada de gratitud. No sólo celebraba íntimamente haber escuchado aquel mensaje que me instaba a entregarme a escribir y dejarme de tonterías. Lo que más me maravillaba era haberlo escuchado como si fuera la primera vez y sobretodo, la docilidad y la mansedumbre con las que me había rendido ante la verdad que contenía.

Volvía a casa. Mientras abandonaba la monumental Asturica Augusta de los romanos, las temperaturas caían en picado y la amenaza del frío se instalaba en el horizonte comprendí que mi desafío espiritual ya no estaba allí. Se había trasladado a las páginas del libro. No podía seguir autoengañándome, fingiendo que no tenía nada que hacer, que nada me reclamaba. Ya no era cierto.

Supe que no llegaría a Santiago, ni a Fisterra. No cruzaría Galicia, la fracción del Camino que más ansiaba recorrer cuando partí de Roncesvalles, cuando aún estaba llena de preferencias y proyectaba sobre la tierra de la meigas el compendio más elevado de magia y misticismo y sobre la planicie castellana, un largo trámite lleno de tedio y monotonía. ¡Qué equivocada estaba!

Me quedaba poco tiempo en el Camino, aunque no sabía exactamente cuánto. Annika sí. Su aventura estaba a punto de terminar en la Cruz de Fierro, a un día y medio de distancia. Decidimos despedirnos antes y su adiós, inolvidable, se convirtió en un recital de canto que duró siete kilómetros, los que separan el Ganso de Rabanal del Camino.

Caminábamos cogidas de la mano, ella duchando con la cascada de su voz cada roble, cada piedra, cada peregrino que nos adelantaba. Yo a su lado, muda y a ratos también ciega, nutriéndome de aquel baño tibio de ternura, de aquella declaración de amor en forma de nana.

Me dejó muy llorosa su partida, mucho y acuné la tristeza de su ausencia al calor del fuego que ardía en la chimenea del Refugio Gaucelmo y escuchando con fervor los cantos gregorianos de los monjes  benedictinos del monasterio de San Salvador de Monte Irago.

A la mañana siguiente volvía a ser verano y ya no me sentía triste, sino contenta. Me sentía feliz de regresar a la montaña, de presentir la cercanía de la Cruz de Fierro, en la misma cúspide del monte sagrado de los astures, a 1.500 metros de altura. Feliz de contemplar aquel paisaje casi alpino, después de semanas de inacabable planicie. Feliz de respirar el perfume de la sierra, aquel aire puro y limpio y el silencio deshabitado y misterioso de las ruinas de Foncebadón.

Cuentan que donde hoy se levanta el mástil de madera coronado con una sencilla cruz de hierro, ya exisitía un altar dedicado a Mercurio, mensajero de los dioses y dios él mismo, de los caminos y las comunicaciones. Hoy, en la base del crucero, junto a las piedras que los peregrinos han ido depositando como plegarias, entre botas, recuerdos y todo tipo de objetos personales, ha crecido un pequeño vertedero. Pero ni siquiera la degradación que empieza a sufrir este lugar emblemático y poderoso, impidió que una corriente de alegría casi febril encendiera mi cuerpo ante la visión de la explanada con su promontiorio.

Busqué la compañía de un pino solitario y me senté a su sombra, a impregnarme de la energía que irradiaba aquel enclave mágico. No podía dejar de pensar en el Mago, la carta del Tarot que simboliza al mensajero alado. Mi Mago siempres aparece cuando me he desviado demasiado de mi corazón. Me recuerda que la tentación de explotar egoístamente mi talento es grande y que forma parte de mi naturaleza creativa experimentar y perderme. Necesito ponerme a prueba continuamente para conocer y descubrir que, al igual que él, no puedo cumplir con mi tarea sin la constante referencia a los poderes espirituales del universo.

Abrí mi cuaderno y empecé a escribir todo lo que quería dejar allí para siempre. Todo lo que iba a entregarle a Mercurio para que lo transmutara y lo reciclara en su reducto alquímico. Mi falta de confianza en mí misma y en la vida. Tantos juicios viejos y miedos todavía más viejos. Tantas resistencias a seguir creciendo. De pronto, un espontáneo subió a la colina y comenzó a cantar el Ave María de Schubert, con una voz delicada y portentosa al mismo tiempo. Sentí que mi corazón se abría y una fuerza extraordinaria y conmovedora me atravesaba. Me impulsaba de vuelta al mundo. Ligera, renovada, vacía.

Después de la Cruz de Fierro, mi cuerpo se hizo ingrávido y las horas y los días adquirieron la consistencia y el brillo de un paseo tranquilo y delicioso. Abrazada por la belleza del Bierzo, un entorno que me recordaba demasiado a Austria y por la compañía un austríaco, su tendinitis y nuestras conversaciones sobre vivir de luz en un mundo sin dinero, los hopis y los mayas, caminar era una tarea de la que yo ya no me ocupaba. Simplemente sucedía. Ya no había esfuerzo, prisas, ni siquiera preguntas. Acataba el mandato de mi alma y estaba a punto de regresar a casa. Saboreaba cada minuto consciente de que se acercaba el final de mi viaje. Ponferrada se perfilaba ya como la mejor opción para despedirme del Camino y llegado el momento, volver a él.

Pero antes de alcanzar la ciudad templaria tenía que conocer a Tomás, el último monje guerrero. Mucha gente me había hablado de él y de Manjarín, el refugio más humilde, rudimentario y controvertido de la ruta jacobea. Llegué a tiempo de escuchar la oración templaria y me emocioné viéndole llamar, espada en alto, a Rafael, el árcangel protector del Camino, mientras las ocas y los gansos revoloteaban libres entre sus pies. 

En su invocación de ayuda y protección para los peregrinos, cualquier referencia al Dios de Abraham y los caldeos desapareció tras el rostro de la Madre Divina y la Energía Creativa Femenina. Es ella quien os trae aquí y quien os pide que os preparéis para el gran cambio de conciencia que está aconteciendo. Abriros a recibir la ayuda de todos los guías y seres de luz que trabajan en el Camino. Estad atentos a cualquier mensaje. Estáis aquí para despertar y para servir.

Antes de marcharme, me acerqué a agradecerle sus palabras. El Camino está muy contaminado, me dijo. Si puedes, vete al Valle del Silencio. 

Regreso (XI) Bendiciones

•noviembre 28, 2011 • 1 comentario

Ajena a las claves que encerraba mi calzada romana y a la recompensa que me esperaba a la vuelta de la esquina, llegué a Mansilla de Mulas. Mi cuerpo no daba más de sí y mi mente continuaba atrapada en otra dimensión. Pensé en acarrearme hasta el albergue, meterme en la cama hasta el día siguiente y permitir que mi ampolla exhalara sus últimos estertores. Pero la idea de no volver a ver a mis amigos los canadienses no me gustaba nada, ni tampoco me apetecía separarme de Annika, así que me subí con ella a un autobús y llegamos a León aquella misma tarde.

Cuando desembarcamos en la estación, las dos seguíamos extraviadas fuera del tiempo. Nos sentíamos de vuelta de una auténtica epopeya. Supervivientes de una odisea mítica. Habíamos cruzado juntas un umbral invisible y mientras caminábamos en dirección al barrio Húmedo, malheridas pero dichosas, la extenuación que sufrían nuestros músculos fue cediendo hacia un estado mental de placidez delirante. Una nube de duce abandono y parsimonia nos envolvía mientras buscábamos el albergue de las madres Carbajalas. Una borrachera de indulgencia suprema y despreocupación absoluta.

Comíamos rollos de San Froilán frente al escaparate de una tienda de delicatessen cuando Kathy y Geoff nos encontraron, muy cerca ya del monasterio de las benedictinas. Eran casi las seis de la tarde y aquella iba a ser nuestra última noche en familia. Al día siguiente, ellos seguirían su Camino y nosotras haríamos un alto en el nuestro. Las dos necesitábamos descansar y León parecía ser el lugar perfecto para regalarnos una cura de reposo. Para holgazanear y disfrutar de nuestro idilio, para comer algo rico, sentarnos en una terraza a tomar el sol, escribir tranquilamente, visitar la catedral y el museo de arte contemporáneo.

Hacía frío a las ocho de la mañana, cuando dejamos atrás el albergue, obedeciendo el horiario marcado. A esa misma hora abría sus puertas la catedral. Allí teníamos previsto refugiarnos, pero nuestros pasos distraídos nos llevaron en su lugar hasta la Basílica de San Isidoro. Fue este templo de belleza soberbia el que nos dió asilo y abrigo. Ninguna de las dos sabíamos que a sus pies dormía un Panteón Real conocido como la Capilla Sixtina del románico, por sus impresionantes pinturas murales o que el recinto era mucho más extenso de lo que parecía.

Cuando entramos, un grupo de feligreses oía misa en una pequeña capilla. Apenas había dormido esa noche. Me senté en un banco y cerré los ojos. Había una tibieza en el aire casi beatífica. Al cabo de un rato, vi a Annika sumergida en su cuaderno. Saqué el mío y comencé a escribir. Era mucho lo que había vivido en los últimos días y no quería olvidarlo. Cuando volví a levantar la vista, había pasado casi una hora y Annika se entretenía leyendo arcos y capiteles. Recogí la mochila y nos mudamos a la catedral. Casi sin hablar.

Ningún templo de cuantos visité en el Camino me produjo una conmoción tan grande como el interior de la catedral de León. Ni siquiera el recuerdo de Notre Dame de París, prima hermana de la Pulchra leonina, amortiguó el impacto que me causó contemplar aquella arquitectura sublime y aérea, hecha más de vidrio que de piedra.

Nadie pone en duda que el Camino es una lección magistral de arte, un generoso festín de obras maestras arquitectónicas, escultóricas, pictóricas. Al empezarlo, me enamoré perdidamente del románico, de su elegancia sencilla y austera, de su luz ténue invitando al recogimiento. Pero ¿cómo no iba a rendirme ante la altura vertiginosa de aquella maravilla gótica, ante su verticalidad apabullante, la luminosidad caleidoscópica de sus vidrieras? ¿Cómo no sentirme abrumada ante aquel exceso de perfección y belleza?

Después de un tiempo absorta y detenida, sobrevolando extasiada el cielo dentro de aquella iglesia, abrí de nuevo mi cuaderno. En la narración que contenían sus páginas, seguía inmersa en mi travesía bíblica por el desierto. Pero mi mirada ya era otra.

Recuperé la vivencia agónica de caminar sin avanzar. Mi desesperación, mi desánimo, mi impotencia. La tentación, siempre cerca, de abandonar y tirar la toalla. Me eran muy familiares aquellas sensaciones. Podía reconocerme en todas ellas. Hablaban de mi actitud ante la vida, ante cada situación dolorosa o incómoda, ante mi última crisis-desierto, ante el libro y el desafío que contenía su escritura.

Allí estaba, de nuevo frente a mí, la precariedad de mi fe para alcanzar cualquier meta, para resistir, perserverar, aguantar firme como una roca. Mi pelea con las circunsancias elegidas. Mi inercia natural para rendirme, afincarme en el abandono, atrincherarme en la derrota. Las dificultades para sostenerme sola y confiar en mi fuerza interior. Allí estaban mi inmadurez y mi impaciencia, envueltas en un milagro de luz y pureza, rodeadas de majestuosidad y grandeza.

Por las manos y las mentes de aquellos maestros constructores corría el mismo río de energía poderosa que otras veces me atravesó a mí. La misma savia, la misma inteligencia del corazón, la misma conciencia creadora con la que la vida se impulsa y evoluciona.

Cayeron las primeras lágrmas. Cerré los ojos y me dejé llevar, lejos muy lejos y dentro muy dentro, hasta un espacio donde no había nada. Sólo eternidad y silencio y un manantial inagotable de amor dispuesto a bañar cada una de mis células.

Fue en León, en el día 21 de mi Camino, cuando comprendí y la certeza que había salido a buscar se presentó frente a mí diáfana y rotunda, como una inesperada lluvia de bendiciones.

Lo único que debía hacer era acabar el libro. Ese libro en el que llevaba meses, años trabajando y que se había convertido en mi mayor reto, en el motor de mi evolución interna, en el pretexto a través del cual, una y otra vez, la vida me iniciaba. Todo lo demás era secundario, intrascendente, irrelevante.

Aquella voz, que ocupaba por completo el vacío que me abrazaba, hablaba alto y claro. No pretendía convencerme de nada. Sólo me comunicaba que ya no necesitaba seguir buscando. Si mi peregrinar era una búsqueda, no necesitaba llegar hasta Santiago. Todo lo que debía hacer era entregarme a escribir y dejar de interferir en el proceso. Darme a través de la escritura. Tomarme en serio y asumirme. Disfrutar de hacer lo que mejor sé hacer y hacerlo desde el corazón. Comprometerme y colaborar en la creación de un paradigma nuevo, una nueva conciencia. Confiar. Confiar. Y confiar.

Fue entonces cuando escuché, en una voz deliciosamente familiar: Welcome home!

Regreso (X) Iniciaciones

•noviembre 22, 2011 • Deja un comentario

En la ermita de San Nicolás de Puente Fitero no me esperaban Annika, Geoff y Kathy, que nunca salieron de Castrojeriz aquel día, ni tampoco una cama, pero sí un fantástico colchón bajo el altar, un hospitalero entrañable empeñado en llamarme Carmen, una cena deliciosa aderezada con algunos versos de Neruda y los acordes de un joven cantautor de Seattle y una madrugada crucial y reveladora.

Después de mucho tiempo sin pensar en el juicio y en la brecha interna que le siguió, esa noche, la imagen de la jueza encargada del caso irrumpió violentamente en mi mente. La sentencia seguía –y sigue- estando pendiente de dictarse. O al menos de anunciarse. Un temor frío y huraño me arañó el plexo y de forma automática, comencé a enviar Reiki. Desvelada, tumbada en el suelo de una iglesia alumbrada con velas que, por momentos, se me antojaba el templo de Sai Baba en Lalita, regresé a los días de la vista oral en Benidorm. A la indignación, a la vergüenza, a la incomprensión. Volví a ver a Vibhuti, sentada a mi lado, asistiendo a aquel vertido tóxico de mentiras despiadadas y grotescas, de lecturas perversas y retorcidas,  humillantes y anacrónicas. Volví a vernos a todos los imputados, atravesando juntos aquellas horas desafiantes e intensas, tratando de respirar en el corazón, de observar sin absorber el magma denso que flotaba en la sala. El orgullo, el miedo, la rabia, la tensión, la intolerancia; el cúmulo de emociones y creencias que dirigían desde la sombra cada movimiento de aquella solemne puesta en escena.

Pensé en el efecto que habían tenido sobre aquellos días, en la resaca de resentimiento y extravío que vino después. Pensé en el retiro-despedida en la Nave al que no fui. En el libro que no terminé. En mi vida en suspenso, al otro lado del Camino de Santiago.

Llevaba 15 días fuera del tiempo cuando mi pasado se hizo presente y me recordó que no estaba en paz con él. Podía seguir creyendo -y de hecho, así era- que no tenía ni idea de qué haría cuando regresara a casa: a qué me dedicaría o a dónde emigraría. Pero en algún lugar dentro de mí, sabía que ningún proyecto futuro podría hacerme sentir plena, si en mi corazón no había antes una reconciliación con todo lo que había dejado atrás de forma abrupta tras el juicio.

Era indudable que el Camino y su magia habían empezado a operar y me estaban ayudando a religar los fragmentos en los que me había dividido. Pero lo cierto es que yo apenas tenía conciencia de ello cuando abandoné el hospital de San Nicolás de Bari, crucé el río Pisuerga por el Puente Fitero y me perdí en Palencia.

Durante los días siguientes, mis emociones dibujarían los picos más pronunciados e inestables de todo el viaje. Una inexplicable congoja, una presión en el pecho que no desembocaba en llanto, unas ganas de no estar con nadie, ni siquiera conmigo, me acompañaron mientras cruzaba la Tierra de Campos y me adentraba en la soledad más desconsolada de Castilla.

Ni siquiera el reencuentro con mi pequeña familia en Frómista, las últimas tardes y veladas compartidas, algunas en albergues deshabitados y convertidos en reinos privados por un día, lograron alejar del todo la pesadumbre que se instaló en mis ojos y en mi mochila. Me resistía a mirar de frente aquel pasado que trataba de alcanzarme, a veces mientras caminaba sola entre extensiones de tierra espectrales y vacías, otras, en largas conversaciones con Annika, en las que ella preguntaba y yo me respondía a mí misma.

Llegó un día en que mi apatía se tiñó de rabia, mientras me enfrentaba a la recta infame de 17 kilómetros que conduce a Calzadilla de la Cueza y, casi sin enterarme, derivaba hacia Annika todo el malestar y la tensión acumuladas. A nadie le había contado lo que a ella y sin embargo, yo no sabía casi nada de su vida y menos aún, de las razones profundas que la habían traído al Camino.

A veces su mirada era dulce e inmenso su deseo de saber y vislumbrar otros mundos. Otras, frente a mí aparecía una intrusa alemana, hermética y fría. Una jovencita veinte años más joven que yo, con una mente inquisitiva y cuestionadora y una inteligencia y una madurez realmente abrumadoras. Alguien capaz de resucitar todos mis miedos, pasados y presentes, a ser juzgada, perseguida, delatada, condenada. Por elegir el camino de la conciencia, por creer en realidades que la razón niega, por tener una maestra.

Pero Annika y yo, o yo y todos los fantasmas que proyectaba sobre Annika, íbamos a encontranos muy pronto y en un escenario inigualable para viajar hacia dentro.

Todos en la familia compartiamos el fervor por las rutas alternativas. Huíamos de los andaderos que discurrían en paralelo a la carretera y, siempre que podíamos, los sustituíamos por senderos rurales o itinerarios que recuperaban el trazado original del Camino. Así que a Mansilla de Mulas, decidimos ir por la calzada romana.

La elección significaba apostar por el riesgo y la autenticidad. El trayecto se prolongaba durante dos días por parajes solitarios y desasistidos, con muy pocas camas y cruzaba un tramo de 25 kilómetros sin ningún pueblo ni servicio. Ofrecía, eso sí, la oportunidad de alejarse de la masificación de la ruta principal y recorrer la Vía Trajana, la autopista primitiva que unía Burdeos con Astorga y por la que transitaron durante siglos legiones romanas, huestes árabes y cristianas y miles de peregrinos en misión hacia Compostela.

Aunque Kathy era la más interesada en visitar Calzadilla de los Hermanillos, según su guía el pueblo más friendly de todo el Camino, ella y Geoff pasaron de largo ante el desvío, a la salida de Sahagún. Y Annika, que molesta conmigo había decidido abandonar el grupo, me dejó alcanzarla en la ermita de la Virgen del Puente, a la entrada de la ciudad leonesa. Solas y juntas íbamos a andar aquella etapa. La más intensa y fructífera. La más potente y redentora.

Después de cruzar Calzadilla de Coto, un gran camino de tierra yerma y descorazonada nos dió la bienvenida a la calzada romana. Hacía más de una hora que todo había desaparecido a mi alrededor. Sólo existíamos Annika, yo y el deseo compartido de liberarnos de tantos juicios que nos retenían dentro de una imagen mental distorsionada. Y ayudas infinitas para hacer de nuestra conversación una sanación profunda. Para escucharnos desde un respeto y una apertura que sólo he conocido en los cursos con Vibhuti. Para desnudarnos y mostrar nuestras heridas. Para vencer cualquier conato de pelea y encontrarnos más allá de las diferencias.

Éramos otras cuando llegamos a nuestro destino: abiertas de par en par, vulnerables, dulcificadas y conmovidas. Nos regalaron una habitación doble para las dos y siempre recordaré las horas y las risas, yo tumbada en la cama y ella sentada en una silla, la luz entrando por la pequeña ventana del cuarto, las miradas de gratitud, los silencios preñados de plenitud, la paz inundándolo todo. Habíamos sido dos extrañas durante días, pero allí, en aquella habitación de Calzadilla de los Hermanillos, nada nos separaba. Éramos una.

Nos habían bastado ocho kilómetros para deshacernos del fardo de pensamientos que nos impedían abrazarnos en el corazón. Nos quedaban otros 25 hasta Mansilla de Mulas. Ocho horas eternas, muy distintas, pero igual de transmutadoras y decisivas.

El paisaje en el que mis ojos apenas habían reparado el día anterior, se exhibía ahora frente a mí como una estampa provocadora e hiriente. A ambos lados del camino, hasta donde se perdía mi vista, una inmensa y desamparada llanura. Eras resecas y amarillas. Algún charco enjuto y alguna solitaria encina, salpicando aquel monocroma insaciable. Ninguna flecha amiga. Ningún alma levantando polvo con sus prisas, llenando el aire de voces, habitando por un instante aquel espacio inhóspito y minimalista.

Nada bajo el cielo. Sólo tierra, piedras y desolación. Una pista durísima en un estado deplorable, degradada en sus últimos kilómetros entre hierbas y estrecheces. Un horizonte tramposo e inalcanzable, que parecía alejarse, siempre alejarse. Y una ampolla con afán de notoriedad, cuya breve vida no alcanzó el tercer día, imponiendo su impagable y evocadora carga de lentitud y agonía.

Varias veces, a lo largo de aquel día, quise tirarme al suelo y llorar como una niña, desesperada, impotente. Quise abandonar. Dejarme caer. Que vengan a rescatarme.

Nunca, antes de la calzada romana, la soledad fue tan solitaria, ni la tristeza tan afligida. Ningún paisaje me acercó tanto al desierto y a su cara más poderosa e iniciática. A la vastedad sin estímulos, sin distracciones, sin entretenimientos para la mente. Al vacío. Allí donde no hay nada a lo que agarrarse y uno tiene que ir hacia dentro, en busca de la vida que sigue latiendo, cuando a su alrededor sólo hay muerte.

Ninguna etapa me conectó tanto con la dureza del Camino y con el esfuerzo y el sacrificio de los primeros peregrinos. Con el sentido de la peregrinación como prueba, como vía de purificación, de encuentro con uno mismo y sus demonios internos.

Nunca me resultó tan dramático caminar, ni reparé tanto en el dolor de los exilios, los éxodos, las diásporas, las expulsiones, las huidas, las tragedias migratorias forzadas por el hambre, la pobreza, el odio tribal, religioso, racial, la codicia humana y todas las guerras que engendra, las catástrofes con las que la naturaleza se defiende y alerta, como lo hice aquel día.

Nunca, mi vida actual me pareció más fácil y regalada. Más libre de penalidades y penurias.