En la ermita de San Nicolás de Puente Fitero no me esperaban Annika, Geoff y Kathy, que nunca salieron de Castrojeriz aquel día, ni tampoco una cama, pero sí un fantástico colchón bajo el altar, un hospitalero entrañable empeñado en llamarme Carmen, una cena deliciosa aderezada con algunos versos de Neruda y los acordes de un joven cantautor de Seattle y una madrugada crucial y reveladora.
Después de mucho tiempo sin pensar en el juicio y en la brecha interna que le siguió, esa noche, la imagen de la jueza encargada del caso irrumpió violentamente en mi mente. La sentencia seguía –y sigue- estando pendiente de dictarse. O al menos de anunciarse. Un temor frío y huraño me arañó el plexo y de forma automática, comencé a enviar Reiki. Desvelada, tumbada en el suelo de una iglesia alumbrada con velas que, por momentos, se me antojaba el templo de Sai Baba en Lalita, regresé a los días de la vista oral en Benidorm. A la indignación, a la vergüenza, a la incomprensión. Volví a ver a Vibhuti, sentada a mi lado, asistiendo a aquel vertido tóxico de mentiras despiadadas y grotescas, de lecturas perversas y retorcidas, humillantes y anacrónicas. Volví a vernos a todos los imputados, atravesando juntos aquellas horas desafiantes e intensas, tratando de respirar en el corazón, de observar sin absorber el magma denso que flotaba en la sala. El orgullo, el miedo, la rabia, la tensión, la intolerancia; el cúmulo de emociones y creencias que dirigían desde la sombra cada movimiento de aquella solemne puesta en escena.
Pensé en el efecto que habían tenido sobre aquellos días, en la resaca de resentimiento y extravío que vino después. Pensé en el retiro-despedida en la Nave al que no fui. En el libro que no terminé. En mi vida en suspenso, al otro lado del Camino de Santiago.
Llevaba 15 días fuera del tiempo cuando mi pasado se hizo presente y me recordó que no estaba en paz con él. Podía seguir creyendo -y de hecho, así era- que no tenía ni idea de qué haría cuando regresara a casa: a qué me dedicaría o a dónde emigraría. Pero en algún lugar dentro de mí, sabía que ningún proyecto futuro podría hacerme sentir plena, si en mi corazón no había antes una reconciliación con todo lo que había dejado atrás de forma abrupta tras el juicio.
Era indudable que el Camino y su magia habían empezado a operar y me estaban ayudando a religar los fragmentos en los que me había dividido. Pero lo cierto es que yo apenas tenía conciencia de ello cuando abandoné el hospital de San Nicolás de Bari, crucé el río Pisuerga por el Puente Fitero y me perdí en Palencia.
Durante los días siguientes, mis emociones dibujarían los picos más pronunciados e inestables de todo el viaje. Una inexplicable congoja, una presión en el pecho que no desembocaba en llanto, unas ganas de no estar con nadie, ni siquiera conmigo, me acompañaron mientras cruzaba la Tierra de Campos y me adentraba en la soledad más desconsolada de Castilla.
Ni siquiera el reencuentro con mi pequeña familia en Frómista, las últimas tardes y veladas compartidas, algunas en albergues deshabitados y convertidos en reinos privados por un día, lograron alejar del todo la pesadumbre que se instaló en mis ojos y en mi mochila. Me resistía a mirar de frente aquel pasado que trataba de alcanzarme, a veces mientras caminaba sola entre extensiones de tierra espectrales y vacías, otras, en largas conversaciones con Annika, en las que ella preguntaba y yo me respondía a mí misma.
Llegó un día en que mi apatía se tiñó de rabia, mientras me enfrentaba a la recta infame de 17 kilómetros que conduce a Calzadilla de la Cueza y, casi sin enterarme, derivaba hacia Annika todo el malestar y la tensión acumuladas. A nadie le había contado lo que a ella y sin embargo, yo no sabía casi nada de su vida y menos aún, de las razones profundas que la habían traído al Camino.
A veces su mirada era dulce e inmenso su deseo de saber y vislumbrar otros mundos. Otras, frente a mí aparecía una intrusa alemana, hermética y fría. Una jovencita veinte años más joven que yo, con una mente inquisitiva y cuestionadora y una inteligencia y una madurez realmente abrumadoras. Alguien capaz de resucitar todos mis miedos, pasados y presentes, a ser juzgada, perseguida, delatada, condenada. Por elegir el camino de la conciencia, por creer en realidades que la razón niega, por tener una maestra.
Pero Annika y yo, o yo y todos los fantasmas que proyectaba sobre Annika, íbamos a encontranos muy pronto y en un escenario inigualable para viajar hacia dentro.
Todos en la familia compartiamos el fervor por las rutas alternativas. Huíamos de los andaderos que discurrían en paralelo a la carretera y, siempre que podíamos, los sustituíamos por senderos rurales o itinerarios que recuperaban el trazado original del Camino. Así que a Mansilla de Mulas, decidimos ir por la calzada romana.
La elección significaba apostar por el riesgo y la autenticidad. El trayecto se prolongaba durante dos días por parajes solitarios y desasistidos, con muy pocas camas y cruzaba un tramo de 25 kilómetros sin ningún pueblo ni servicio. Ofrecía, eso sí, la oportunidad de alejarse de la masificación de la ruta principal y recorrer la Vía Trajana, la autopista primitiva que unía Burdeos con Astorga y por la que transitaron durante siglos legiones romanas, huestes árabes y cristianas y miles de peregrinos en misión hacia Compostela.
Aunque Kathy era la más interesada en visitar Calzadilla de los Hermanillos, según su guía el pueblo más friendly de todo el Camino, ella y Geoff pasaron de largo ante el desvío, a la salida de Sahagún. Y Annika, que molesta conmigo había decidido abandonar el grupo, me dejó alcanzarla en la ermita de la Virgen del Puente, a la entrada de la ciudad leonesa. Solas y juntas íbamos a andar aquella etapa. La más intensa y fructífera. La más potente y redentora.
Después de cruzar Calzadilla de Coto, un gran camino de tierra yerma y descorazonada nos dió la bienvenida a la calzada romana. Hacía más de una hora que todo había desaparecido a mi alrededor. Sólo existíamos Annika, yo y el deseo compartido de liberarnos de tantos juicios que nos retenían dentro de una imagen mental distorsionada. Y ayudas infinitas para hacer de nuestra conversación una sanación profunda. Para escucharnos desde un respeto y una apertura que sólo he conocido en los cursos con Vibhuti. Para desnudarnos y mostrar nuestras heridas. Para vencer cualquier conato de pelea y encontrarnos más allá de las diferencias.
Éramos otras cuando llegamos a nuestro destino: abiertas de par en par, vulnerables, dulcificadas y conmovidas. Nos regalaron una habitación doble para las dos y siempre recordaré las horas y las risas, yo tumbada en la cama y ella sentada en una silla, la luz entrando por la pequeña ventana del cuarto, las miradas de gratitud, los silencios preñados de plenitud, la paz inundándolo todo. Habíamos sido dos extrañas durante días, pero allí, en aquella habitación de Calzadilla de los Hermanillos, nada nos separaba. Éramos una.
Nos habían bastado ocho kilómetros para deshacernos del fardo de pensamientos que nos impedían abrazarnos en el corazón. Nos quedaban otros 25 hasta Mansilla de Mulas. Ocho horas eternas, muy distintas, pero igual de transmutadoras y decisivas.
El paisaje en el que mis ojos apenas habían reparado el día anterior, se exhibía ahora frente a mí como una estampa provocadora e hiriente. A ambos lados del camino, hasta donde se perdía mi vista, una inmensa y desamparada llanura. Eras resecas y amarillas. Algún charco enjuto y alguna solitaria encina, salpicando aquel monocroma insaciable. Ninguna flecha amiga. Ningún alma levantando polvo con sus prisas, llenando el aire de voces, habitando por un instante aquel espacio inhóspito y minimalista.
Nada bajo el cielo. Sólo tierra, piedras y desolación. Una pista durísima en un estado deplorable, degradada en sus últimos kilómetros entre hierbas y estrecheces. Un horizonte tramposo e inalcanzable, que parecía alejarse, siempre alejarse. Y una ampolla con afán de notoriedad, cuya breve vida no alcanzó el tercer día, imponiendo su impagable y evocadora carga de lentitud y agonía.
Varias veces, a lo largo de aquel día, quise tirarme al suelo y llorar como una niña, desesperada, impotente. Quise abandonar. Dejarme caer. Que vengan a rescatarme.
Nunca, antes de la calzada romana, la soledad fue tan solitaria, ni la tristeza tan afligida. Ningún paisaje me acercó tanto al desierto y a su cara más poderosa e iniciática. A la vastedad sin estímulos, sin distracciones, sin entretenimientos para la mente. Al vacío. Allí donde no hay nada a lo que agarrarse y uno tiene que ir hacia dentro, en busca de la vida que sigue latiendo, cuando a su alrededor sólo hay muerte.
Ninguna etapa me conectó tanto con la dureza del Camino y con el esfuerzo y el sacrificio de los primeros peregrinos. Con el sentido de la peregrinación como prueba, como vía de purificación, de encuentro con uno mismo y sus demonios internos.
Nunca me resultó tan dramático caminar, ni reparé tanto en el dolor de los exilios, los éxodos, las diásporas, las expulsiones, las huidas, las tragedias migratorias forzadas por el hambre, la pobreza, el odio tribal, religioso, racial, la codicia humana y todas las guerras que engendra, las catástrofes con las que la naturaleza se defiende y alerta, como lo hice aquel día.
Nunca, mi vida actual me pareció más fácil y regalada. Más libre de penalidades y penurias.
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