Regreso (XII) Despedidas

Dicen que el Camino a Santiago se divide en tres grandes etapas. La primera, desde Saint Jean Pied de Port hasta Burgos, pone a prueba el cuerpo físico. La segunda, a través de la meseta, representa el gran reto de la mente y termina en Astorga, a las puertas del Bierzo leonés. Allí comienza la tercera y última progresión, que se corresponde con el desafío espiritual.

Tres días después de mis conversaciones en la catedral, continuaba empapada de gratitud. No sólo celebraba íntimamente haber escuchado aquel mensaje que me instaba a entregarme a escribir y dejarme de tonterías. Lo que más me maravillaba era haberlo escuchado como si fuera la primera vez y sobretodo, la docilidad y la mansedumbre con las que me había rendido ante la verdad que contenía.

Volvía a casa. Mientras abandonaba la monumental Asturica Augusta de los romanos, las temperaturas caían en picado y la amenaza del frío se instalaba en el horizonte comprendí que mi desafío espiritual ya no estaba allí. Se había trasladado a las páginas del libro. No podía seguir autoengañándome, fingiendo que no tenía nada que hacer, que nada me reclamaba. Ya no era cierto.

Supe que no llegaría a Santiago, ni a Fisterra. No cruzaría Galicia, la fracción del Camino que más ansiaba recorrer cuando partí de Roncesvalles, cuando aún estaba llena de preferencias y proyectaba sobre la tierra de la meigas el compendio más elevado de magia y misticismo y sobre la planicie castellana, un largo trámite lleno de tedio y monotonía. ¡Qué equivocada estaba!

Me quedaba poco tiempo en el Camino, aunque no sabía exactamente cuánto. Annika sí. Su aventura estaba a punto de terminar en la Cruz de Fierro, a un día y medio de distancia. Decidimos despedirnos antes y su adiós, inolvidable, se convirtió en un recital de canto que duró siete kilómetros, los que separan el Ganso de Rabanal del Camino.

Caminábamos cogidas de la mano, ella duchando con la cascada de su voz cada roble, cada piedra, cada peregrino que nos adelantaba. Yo a su lado, muda y a ratos también ciega, nutriéndome de aquel baño tibio de ternura, de aquella declaración de amor en forma de nana.

Me dejó muy llorosa su partida, mucho y acuné la tristeza de su ausencia al calor del fuego que ardía en la chimenea del Refugio Gaucelmo y escuchando con fervor los cantos gregorianos de los monjes  benedictinos del monasterio de San Salvador de Monte Irago.

A la mañana siguiente volvía a ser verano y ya no me sentía triste, sino contenta. Me sentía feliz de regresar a la montaña, de presentir la cercanía de la Cruz de Fierro, en la misma cúspide del monte sagrado de los astures, a 1.500 metros de altura. Feliz de contemplar aquel paisaje casi alpino, después de semanas de inacabable planicie. Feliz de respirar el perfume de la sierra, aquel aire puro y limpio y el silencio deshabitado y misterioso de las ruinas de Foncebadón.

Cuentan que donde hoy se levanta el mástil de madera coronado con una sencilla cruz de hierro, ya exisitía un altar dedicado a Mercurio, mensajero de los dioses y dios él mismo, de los caminos y las comunicaciones. Hoy, en la base del crucero, junto a las piedras que los peregrinos han ido depositando como plegarias, entre botas, recuerdos y todo tipo de objetos personales, ha crecido un pequeño vertedero. Pero ni siquiera la degradación que empieza a sufrir este lugar emblemático y poderoso, impidió que una corriente de alegría casi febril encendiera mi cuerpo ante la visión de la explanada con su promontiorio.

Busqué la compañía de un pino solitario y me senté a su sombra, a impregnarme de la energía que irradiaba aquel enclave mágico. No podía dejar de pensar en el Mago, la carta del Tarot que simboliza al mensajero alado. Mi Mago siempres aparece cuando me he desviado demasiado de mi corazón. Me recuerda que la tentación de explotar egoístamente mi talento es grande y que forma parte de mi naturaleza creativa experimentar y perderme. Necesito ponerme a prueba continuamente para conocer y descubrir que, al igual que él, no puedo cumplir con mi tarea sin la constante referencia a los poderes espirituales del universo.

Abrí mi cuaderno y empecé a escribir todo lo que quería dejar allí para siempre. Todo lo que iba a entregarle a Mercurio para que lo transmutara y lo reciclara en su reducto alquímico. Mi falta de confianza en mí misma y en la vida. Tantos juicios viejos y miedos todavía más viejos. Tantas resistencias a seguir creciendo. De pronto, un espontáneo subió a la colina y comenzó a cantar el Ave María de Schubert, con una voz delicada y portentosa al mismo tiempo. Sentí que mi corazón se abría y una fuerza extraordinaria y conmovedora me atravesaba. Me impulsaba de vuelta al mundo. Ligera, renovada, vacía.

Después de la Cruz de Fierro, mi cuerpo se hizo ingrávido y las horas y los días adquirieron la consistencia y el brillo de un paseo tranquilo y delicioso. Abrazada por la belleza del Bierzo, un entorno que me recordaba demasiado a Austria y por la compañía un austríaco, su tendinitis y nuestras conversaciones sobre vivir de luz en un mundo sin dinero, los hopis y los mayas, caminar era una tarea de la que yo ya no me ocupaba. Simplemente sucedía. Ya no había esfuerzo, prisas, ni siquiera preguntas. Acataba el mandato de mi alma y estaba a punto de regresar a casa. Saboreaba cada minuto consciente de que se acercaba el final de mi viaje. Ponferrada se perfilaba ya como la mejor opción para despedirme del Camino y llegado el momento, volver a él.

Pero antes de alcanzar la ciudad templaria tenía que conocer a Tomás, el último monje guerrero. Mucha gente me había hablado de él y de Manjarín, el refugio más humilde, rudimentario y controvertido de la ruta jacobea. Llegué a tiempo de escuchar la oración templaria y me emocioné viéndole llamar, espada en alto, a Rafael, el árcangel protector del Camino, mientras las ocas y los gansos revoloteaban libres entre sus pies. 

En su invocación de ayuda y protección para los peregrinos, cualquier referencia al Dios de Abraham y los caldeos desapareció tras el rostro de la Madre Divina y la Energía Creativa Femenina. Es ella quien os trae aquí y quien os pide que os preparéis para el gran cambio de conciencia que está aconteciendo. Abriros a recibir la ayuda de todos los guías y seres de luz que trabajan en el Camino. Estad atentos a cualquier mensaje. Estáis aquí para despertar y para servir.

Antes de marcharme, me acerqué a agradecerle sus palabras. El Camino está muy contaminado, me dijo. Si puedes, vete al Valle del Silencio. 

~ por devapavi en diciembre 5, 2011.

3 respuestas to “Regreso (XII) Despedidas”

  1. Eva!!! Que preciosas palavras!!!! Lindissimas!
    Me emociona muito!!!!
    Besos!!!
    Flávia

  2. Ahh, com m’agraden les teues paraules. Espere la pròxima

  3. Eva, quina gran experiència i que ben narrada. Besets. Ester

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