Regreso (XIII) En el Valle del Silencio

Le hice caso a Tomás el templario y decidí viajar a aquel lugar recóndito y solitario en el corazón espiritual del Bierzo. Apenas conseguí reunir algo de información sobre mi destino, pero poco me importaba. Me bastaba con el poder evocador de su nombre. Me sonaban a bálsamo aquellas tres palabras. A deleite sublime. A descanso profundo. A mini vacaciones de lujo antes de volver al trabajo.

Allí podría despedirme con gratitud de mi aventura en el Camino y hacer la transición hacia el nuevo momento de forma sosegada y tranquila. Allí tendría tiempo para meditar y escribir, para poner en orden las experiencias vividas y sellar dentro de mí las lecciones y los descubrimientos.

Lo que me esperaba, a 25 kilómetros de Ponferrada, era ciertamente un reino casi secreto de soledad y silencio, de naturaleza intocada y belleza absoluta. Un laberinto de valles donde existió uno de los focos más importantes del movimiento ascético español, donde monjes anacoretas, muchos de ellos huidos del Califato de Córdoba, habitaron cuevas, levantaron monasterios y durante siglos disfrutaron de su jardín del Edén particular, protegidos y apartados del mundo por la barrera natural de los montes Aquilianos.

Con el otoño asomándose entre los castaños, llenando de luces tibias el bosque, llegué a Peñalba de Santiago un mediodía de octubre. Me costó varias horas subir, con la mochila a cuestas, la carretera estrecha y sinuosa que remonta el río Oza, que da su nombre a la comarca de la Valdueza. Pero valió la pena el esfuerzo, no sólo por los paisajes limpios y deliciosos que encontré a  mi paso, sino sobretodo por el silencio: el imponente y profundo silencio que reinaba por todas partes, apenas tamizado por el murmullo del viento y el agua, el canto de algún pájaro o el vuelo de algún nido de castañas precipitándose hacia un suelo mullido de hojas.

En mi ascención, crucé varios pueblos tranquilos donde la vida parecía haberse detenido. Pero nada comparado con la regresión a un pasado lejano que experimenté al llegar a Peñalba. Al cobijo de una naturaleza agreste y altiva, un racimo de casas que parecían salidas de un cuento, de un día nevado de invierno, con sus tejados de pizarra negra y sus bellos corredores de madera, se arremolinaban entorno a una pequeña iglesia.

Estaba en Santiago, pero no de Compostela, sino de Peñalba. Iba a poner punto final a mi Camino no en una catedral que se erigió para proclamar el poder y la supremacía de la Iglesia Católica, sino en una iglesia pequeña, humilde y maravillosa. Una joya del arte mozárabe construida hace más de mil años por una comunidad de frailes ermitaños.

Me maravillaba contemplar dónde me habían llevado mis pasos. Mientras escudriñaba aquella construcción más mora que cristiana y su singular y exquisita puerta, con sus dos arcos gemelos apoyados sobre tres columnas de mármol blanco, un regocijo interior empañó mis ojos.

Aquella iglesia diminuta y elegante como pocas sería mi refugio al día siguiente, cuando hordas de turistas inclementes tomaron el pueblo y le arrebataron su encanto y su silencio. Pero por suerte, dentro de aquella mezquita de Córdoba en miniatura, aún había algo de espacio para el recogimiento. Mientras contemplabla las pinturas murales rescatadas por un trabajo de restauración reciente, no tardé en imaginarme a aquellos místicos del siglo X haciendo work as meditation. Les veía entregados a levantar y decorar el templo, a recrear con esmero y delicadeza sus creencias y su visión del mundo, poniendo el alma en cada movimiento. Sentada en la penumbra de un banco, sentí que en aquel lugar de oración, las fronteras entre lo musulmán, lo judío y lo cristiano jamás existieron. La religiosidad que se respiraba allí era anterior a todo eso.

Decidí quedarme una noche más y darme más tiempo para seguir explorando la zona y sobretodo, para impregnarme y nutrirme con la paz y la serenidad que desprendía aquel universo arcaico y evocador. Esa misma tarde me acerqué hasta la cueva de San Genadio, el principal impulsor de la vida monástica en el valle, con la intención de meditar y escribir un rato. En la oquedad natural donde él solía retirarse durante largos períodos de tiempo, hoy algunos devotos han improvisado una pequeña ermita con un altar y una imagen suya, pero lamentablemente pocos son los que entran en ella con respeto y en silencio.

El gran regalo de aquella tarde no fue tanto la cueva, sino el paseo que conduce a ella desde Peñalba. Dos kilómetros entre arroyos de aguas cristalinas y rumorosas, chopos, nogales y castaños majestuosos y centenarios, campos de labor y precipicios algo temerarios. Apenas un anticipo de lo que me esperaba al día siguiente, cuando me dirigí hacia el monasterio de San Pedro de Montes por la Tebaida Berciana, la senda circular que enlaza los principales cenobios que existieron en la zona.

Fueron tres horas lentas y poéticas deslizándome a través de una naturaleza fascinante y prodigiosa, inspiradora, sugerente y balsámica. Cada rincón era una invitación abierta a detenerse y sentir, a cerrar los ojos de la mente y abrir los del corazón, a percibir el hilo invisible que nos une a la miríada de formas a través de las cuales la conciencia se manifiesta.

Mientras seguía la huella de aquella colonia de eremitas, me dejé caer en el regazo de la Madre Tierra. Bebía de su cuerpo rebosante de vida y a cada paso que daba más intimaba con ella, más me conmovía y más me abrumaba su generosidad y belleza. Pensé en los monjes y en la energía tan elevada y sublime que con su presencia, sus plegarias y meditaciones habían anclado entre los pliegues de aquella senda. Ellos eran los verdaderos artífices de aquel santuario al aire libre. Mil años después, sus pisadas seguían vivas y lo que transmitían era una profunda reverencia ante la vida.

Así llegué a Montes de Valdueza y lo que vieron mis ojos embelesados y mi corazón agradecido aún me llena de asombro. Si la estampa de Santiago de Peñalba se detuvo en un día lejano de un pasado remoto, Montes se había fosilizado en plena Edad Media y así, primitiva y pura, se ofrecía al visitante, con su entramado de casas que conservan intactos los signos de identidad de la arquitectura de esa sierra, su deshabitada soledad y su dormido silencio.

Igual de olvidado en el tiempo, el monasterio de San Pedro exhibía en la desnudez de sus ruinas los vestigios de un esplendor y un poderío innegables. La que fue una de las mayores abadías benedictinas del Bierzo, nacida en el siglo VII y renacida con San Genadio en el X,  resultó mortalmente herida tras la desamortización de Mendizábal. Hoy, mientras sus más de 4.000 metros cuadrados de recinto continuan a la espera de un Plan Director, sus piedras siguen susurrando las historias de aquellos hombres solitarios, que buscaron a Dios en el asilamiento de aquel hermoso valle y cuya fama de sabiduría y justicia atrajo hacia la comarca todo tipo de privilegios de reyes y nobles.

Pensé que, tal vez, yo fui alguno de ellos. Sigo, de hecho, enamorada de la soledad y el silencio, de la búsqueda de la divinidad dentro de mí, del cultivo de esa espacio íntimo desde el que es posible fundirse con el alma. Ser solamente alma.

De pronto, empecé a ilusionarme con la idea de volver a casa. Reocupar mi apartamento. Encerrarme dentro de él, como en una cueva, para escribir y pasar el invierno. Empezar a vivir reconociendo abiertamente mi vertiente ermitaña, mi naturaleza buscadora, mi necesidad de un tiempo diario para conectar con mi corazón y emanar desde su centro.

Estaba lista para regresar y hacer que el Camino, como el satsang, nunca terminara.

~ por devapavi en diciembre 12, 2011.

Una respuesta to “Regreso (XIII) En el Valle del Silencio”

  1. Great¡¡¡¡¡¡ Feliç rentrée

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